Este año que corre iba a suponer para su carrera profesional un paso importante, Atrás quedaba —había quedado— otro viaje triunfal a varios países de Hispanoamérica, con actuaciones ante audiencias multitudinarias, que alternaba con otras en la televisión y la radio. Los discos a uno y otro lado del Atlántico no solo se vendían bien y con profusión, sino que subían espectacularmente los índices, y últimamente, el long-play "Mi Tierra” por una cara y "Libre" por la otra, lo cantaban el hombre del campo y de la ciudad, la joven doncella y la casada, el adolescente y el maduro, el conductor del trolebús y la empleada de los grandes almacenes, es decir, el pueblo. No hay nada tan perdurable como aquello que se entronca en las gentes, porque es lo auténtico, lo entrañable, lo que agrada e ilusiona. Antes, su voz recia y varonil se había abierto al espacio con el "Te quiero, te quiero”, como un aldabonazo potente, llamando poderosamente la atención a quienes velan en él a un nuevo y valioso intérprete de la canción moderna, que se abría camino con firmeza en el intrincado mundo del arte, en que muchos son los aspirantes y pocos los elegidos. Se daba la circunstancia de que su versión del "Te quiero, te quiero" podía hundirse ante otra de Carmen Sevilla, en el cenit de su carrera y esposa del compositor, Augusto Algueró.
Nino Bravo fue un elegido. Reunía todas
las condiciones para serlo. Por eso habla llegado ya, aunque en la vida nunca
se alcanza la cumbre, porque siempre se aspira a más, en un deseo humano de perfección
y de alcanzar nuevos horizontes. Por eso, Nino Bravo ya no se contentaba con lo
hecho, sino que otras metas estaban en su mente que él iba cubriendo con
velocidad, seguro de sí mismo, ebrio de sus éxitos, que se contaban por días
onto tanta llamada para complacer, por horas y minutos.
Y bastó un segundo para que todo se fuese
al traste. Un Segundo es el tiempo do un grito, de un suspiro, la exclamación
de un ¡bravo! que él tantas veces escuchara en apoteosis de minutos. Y el
segundo es también la ráfaga de un sentimiento, de una congoja, de una rebeldía
ante el ídolo caído. La muerte llega así, rápida, fulminante, para los
elegidos, que no tienen noción del espacio y del tiempo; para los generosos con
prisas de eternidad, para los nobles quo no temen Ia distancia, para los jóvenes
que, como una paradoja, sienten las ansias de vivir y de amar.
La historia nos ofrece casos a montones
do hombres de esta naturaleza que despreciaron la muerte en su juventud. Nino
Bravo habían hablado de ella sin jactancia, como queriendo decir que estaba preparado
para Ia pirueta trágica. Nino Bravo, quo ya había llegado y que, sin embargo, tenía
por delante todo un mundo que conquistar, con una juventud insultante y avasalladora,
sigue ahora triunfando después de muerto. A las pocas horas del suceso se
agotaron en España y América sus discos, y ahora su long-play póstumo, “América
América", permanece semana tras semana en los primeros números de los
“hit-parade".
Valencia entera y el país valenciano le
habían hecho su cantante, su intérprete favorito, cuando contaba con admiradores
en toda España y en Hispanoamérica. Un mundo sensible, desde las altiplanicies
de Morella hasta los llanos verdes de Orihuela. se le habla rendido a su voz, a
su hombría, a su simpatía, a su duende como artista. Porque Nino Bravo, como
todo ser elegido, tenía su duende, esa atracción misteriosa que establece una
corriente afectiva entre el intérprete y su auditorio, en la forma de decir y en
el gesto, en la expresión y el matiz, que eso es el duende: traer en la imaginación
alguna cosa, en este caso, el mensaje de sus canciones al pueblo.
“Mi tierra tiene montañas" —Ayelo
de Malferit—; “Mi tierra tiene naranjos" —Valencia— “y tres mares que la
besan" —España—. En la cúspide de su carrera Nino Bravo había producido un
gran impacto en sus “fans" y esta canción de “Mi tierra" parecía como
un presentimiento cuando preguntaba ensanchando su pecho y elevando sus brazos,
“dime de qué tierra vengo, dímelo tu buen amigo, tierra de la que no tengo, yo
si quieres te lo digo, más que el polvo del camino".
Nino Bravo llevaba en sus andanzas por
el mundo, en sus correrías por el orbe, el polvo de su villa natal, Ayelo de Malferit,
la alegría y la luz de su Valencia amada y el españolismo de su grandeza
interior. Virtudes que desde pequeño le inculcaron sus padres, Consuelo y
Manolo, y que él supo cultivar durante toda su intensa vida.
Programa de moros
y cristianos de 1973
50 aniversario de su muerte
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