En el Aielo en el
que yo nací y crecí no había nada culturalmente reseñable. Por no haber no
había casi ni fiestas. Un manto de silencio y muda represión (que nadie nos
desvelaba), un trinquete, un cine (donde por cierto tenían entrada gratis
siempre que querían los hijos de guardia civil, para envidia de todos
nosotros) y mucha, mucha iglesia (también con su cine, a veces más atrevido
que el otro). Una iglesia que a veces era paseo con campanilla cantando, en
agosto, aquello de “el primer toc, a resar-li la novena a san Roc’’,
otras era ceremonia procesional, “patronato" o reverencial beso de mano o
incluso reparto de víveres: leche en polvo y esas alubias rojas inolvidables.
En mi casa mucho aceite y poco cordero,
leche solo para los enfermizos y muchos patos (¡toda una granja!) y mucha,
mucha música. En efecto el piano no paraba en todo el día por rigurosos turnos,
el acordeón (alguien lo robó más tarde de la casa del Campello), los libros
(esas infinitas lecturas que nos proporcionaban, eso sí, las dos bibliotecas:
la municipal que regentaba Maruja y la parroquial con sus libros de Verne y su
jesuítica colección. Escelicer que nos la leímos entera e incluso repetimos),
o la guitarra. Además, la música infatigable nos desbordaba en esos anocheceres
veraniegos en que -puerta de par en par- el piano hacía llegar sus
desafines lejos a madres que daban de cenar a sus peques o a adolescentes que
jugaban “als cuatre cantons”. Mucha gente se acercaba y te pedía una
canción o melodía que acababa de oír en el cine o la radio. Tardes había en
que algunos venían a aprender solfeo (Pepe Mateu lo cuenta muy bien, así como
los rudimentos de la guitarra de manos de mi hermano Santiago, tomando así el
relevo a las menos ruidosas clases que mi madre -con delantal cocinero- nos
daba a unos pocos: Marifé, Adrián, Juanito o yo, a quién por cierto alguna vez
tuvo que atar al piano para evitar huidas al rio o similar.
Muchas cosas han
pasado desde entonces, tantas que yo -extranjero ya en mi tierra- ni me las
sé. Las que más me llaman la atención cuando paso por Aielo a visitar a mí ya
viejecita madre son las siguientes.
Primero el hecho
de que una extensa generación de universitarios aielenses hayan crecido y de
alguna manera conviva con los suyos (en mi época éramos pocos y, lo que es
peor, obligados a alejamos casi sin remisión y de por vida). A algunos de es
nuevos y nuevas aielenses los conocí a través de Isabel Barber tras
encontrarnos –oh fortuna en la Universidad de Valencia con motivo de un
concierto de cámara que di hace algunos años:
| |
“¡ es del meu
poblé, es del meu poble!
Repetía sin dar
crédito a lo que leía en un cartel anunciador esta gran mujer y pedagoga.
Recuerdo que montamos en las navidades siguientes un recital casero a donde
llegaron muchos de sus para mi desconocidos compañeros. Hablamos durante
horas: un Aielo nuevo y mejor me nacía, y valía la pena conocerlo y estimarlo.
Ahora, mientras esto escribo mi sobrino Santiago ¡monta “performances" en
la Universidad de México!.
Otra novedad
fabulosa y quiero pensar que irrenunciable es la implantación de un espíritu y
una vida democrática y cultural casi cuotidiana y que para mí, lejos de los
detalles inmediatos personifico en mi buen amigo Juan Bravo: a través de él pude
al fin sonar mi música en la flamante “Casa de la Cultura”, rodeado de los míos
quienes al final del concierto me aturdían con sus abrazos y recuerdos. Veo
al “ti seba” que tan bien cantaba en el coro parroquial de antaño, o el “ti
salboret" inolvidable maestro campanero de quién tanto bueno aprendí en mi
adolescencia.
Pero la más
definitiva para mí -deformación profesional- es la creación desde la nada (i
que poco, creo, hicieron los “burgueses" aielenses para que así fuera!)
de la banda. Una banda que desde los desvelos primerizos de mi compañero
Joaquín Belda a la definitiva dignidad profesional de mí admirado colega
Miguel Angel Sarrio es la mejor coagulación de lo que una comunidad puede dar
de sí. Una banda que, con su complementaria escuela de música es arma afilada
para moldear generaciones de aielenses más cultas, más comunicantes y mejor
relacionadas con la aldea global del 2000.
Nunca fui tan
feliz en mi vida como cuando la banda de Aielo (¡un saludo especial a su
presidente “el Chatet”), junto a otras 24 bandas de la Vall d’Albaida sonaron
en el Ensanche esa locura musical que titulé “Pietas", y que no era para
mí sino un piadoso acto de gratitud a gritos hacia todos los que desde mucho
antes de que naciera hasta hoy, han dado partes íntimas e importantes de sí
mismos para que yo (nacido el día del Cristo justo en el momento en que la
banda de Anna recogía, sonando, al predicador de campanillas en la vecina casa
del cura), para que yo, repito, pudiera estudiar y ser músico, aunque eso sí,
lejos de los míos, unos míos que con el tiempo comienzo a recuperar creativa y
definitivamente.
¿Qué nos impide
inventar el futuro juntos? bones festes a tothom.
Madrid, a 2 de maig de 1995.
Llorenç Barber
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